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Anoche entró, sin abrir la puerta, la sacerdotisa gaélica, de la cual soy viva reencarnación. Traía un traje azul o bermellón; no pude ver. Lleno de inscripciones. Y las varillas de nogal, más numerosas que los dedos, con las cuales trazó las palabras rúnicas de la gloria y la soledad.
No quería mirarla ni preguntarle, pues, era yo, y tenía miedo de que se insumiera en mí.
Giraba lentamente como en una representación.
Hubo un rofundo olor a muérdago y manzanar.
Hasta que le vi el pie de fuego y se fue sin abrir la puerta.
Una pequeña víbora destellante puso un huevo, pequeño, sobre el que había la mismísima inscripción.
Después de unos segundos como siempre me dormí.
Y, como siempre, cuento lo que vi.
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Era una dalia con el centro redondo y negro como el sexo de una mujer fantástica.
Allí se posó una mariposa en otro deslumbrador, hecha de azúcar y esmeralda.
Pero no era una, eran muchísimas, sobre el sexo solo.
El viento no podía dispersarles.
Y por mucho rato yo fui la dalia y las mariposas hicieron su trabajo.
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Empezaron a caer mariposas, redondas, chicas, con más hojas de las necesarias, color verde manzano, manzana muy verde, rosa leve, rosa granate. Caían por toda la mesa, las sillas, el piso y el sofá. Caían afuera y dentro, perpetuamente.
Haciendo un rumor de hojas secas, de papeles; parecían hablar entre ellas. Llegaron del este, en bandadas; del sur, en grandes bandas; del oeste, en polvareda; del norte, en llamaradas.
Hasta que bajaron al caldo y a los platos. Dimos un grito. Y nos acostumbramos a que formaran parte del caldo. La abuela —tan diestra— las trató con azúcar y las ponía sobre los postres, integrándoles.
Mamá las cosió —porque se podía—, en los ruedos; e hizo con ellas guías, mosquiteros y coronas.
Unos dijeron que no íbamos a sobrevivir.
Otros dijeron que era una negra desgracia.
Otros que era una desgracia fina y exquisita.
Y otros gritaron que simplemente no era cierto.
Que veíamos todo eso porque ya estábamos muertos
Marosa Di Giorgio