Angelito con hipérbole
Angelito era claramente la aguja del pajar. Visualizarlo en la playa repleta de sardinas ahumándose, esquivando un sol que castigaba con armas más efectivas que la imagen de un culposo infierno; apartando con los dedos ya amoratados el sudor agrio que manaba como cascada de la frente y sosteniendo, por si fuera poco seguir siendo un cuerpo sólido, la sombrilla apolillada; la heladera; los botes inflables que podían contener a mis hijos y a un transporte escolar; las reposeras; los termos; y un sin fin de bártulos por los que finalmente lográbamos ser vistos desde la otra orilla del Paraná. No era una tarea para dejar librada a cualquiera.
Una vez que dábamos fin a la ceremonia de instalación, atravesando episodios en los que no faltaban codazos torpes, bronceadores aplastados y las repetidas recomendaciones siempre ignoradas por todos; ya podíamos distendernos preparados para que ninguna eventualidad fastidiase una tarde de río, tejo, pelota paleta, lectura chimentera, sandwichitos de atún, cervezas, caminatas; incluso, encontrábamos tiempo para discusiones tras alguna mirada mal disimulada.
Siendo otra vez sólo dueño de mi cuerpo y con todas las facultades a disposición, comenzaba a poner a prueba mi vista de lince, la cual se me hacía necesaria para distinguirlo. Ángel era tan flaco e insignificante, sus modales disminuidos, la mirada hecha de sombra; y para colmo, las hilachas que colgaban de la cabeza, tan doradas como la arena, que me prometí por milésima vez regalarle el traje de baño con la combinación más intensa de colores y formas ridículas que encontrara en la ciudad.
En esos momentos, me figuraba la imagen de mí mismo como la de una inmensa tortuga milenaria, la paciencia me resguardaba de los infartos, pero, paradójicamente me demostraba las dimensiones desproporcionadas que podía adquirir la vena en la sien de Margarita…
Cecilia Sánchez
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