jueves, 27 de junio de 2013

El diario de Porfiria Bernal, Silvina Ocampo

EL DIARIO DE PORFIRIA BERNAL
Silvina Ocampo



 Relato de Miss Antonia Fielding
A Juli
Pocas personas creerán este relato. A veces habría que mentir para que la gente admitiera la verdad; esta triste reflexión la hacía en la infancia por razones fútiles, que ya he olvidado; ahora la hago por razones trascendentes. Las personas consideradas honestas, son muchas veces las insensibles, las que no se conmueven ante un destino complejo, o las que saben con sumo sacrificio o habilidad mentir para hacerse respetar. No me encuentro en ninguna de estas categorías. Soy modestamente, torpemente honesta. Si llegué al borde del crimen, no fue por mi culpa: el no haberlo cometido no me vuelve menos desdichada.
Escribo para Ruth, mi hermana, y para Lilian, mi hermana de leche, cuyo afecto de infancia perdura a través de los años. Escribo también para la conocida Society for Psychical Research; tal vez algo, en las siguientes páginas, pueda interesarle, pues investiga los hechos sobrenaturales. El primer presidente de esta sociedad, el profesor Henry Sidwick, fue uno de los mejores amigos de mi abuelo. Recuerdo haber oído en mi infancia muchos cuentos de hadas, pero ninguno me impresionó tanto ni me pareció tan misterioso como la conversación entre mi abuelo y Henry Sidwick, cuando hablaron de Eusapia Palladino y de Alexandre Aksakof, después de una comida veraniega, en el pequeño y hermoso jardín de nuestra casa. Escribo sobre todo para mí misma, por un deber de conciencia.
No quiero detenerme en ínfimas anécdotas de la infancia, sin duda superfluas. Ruth y Lilian las conocen, una porque es mi hermana y la otra porque es mi dilecta amiga. Me limitaré a declarar mi respeto por la Society for Psychical Research y a dedicarle este trabajo que encierra el fruto de una amarga experiencia. Pido perdón por la incorrección del estilo, por la falta esencial de claridad. Nunca supe escribir y ahora que me apremia el tiempo, me estremezco pensando en los errores que dejaré grabados en estas páginas, que jamás he de releer.
Me llamo Antonia Fielding, tengo treinta años, soy inglesa y el largo tiempo que pasé en la Argentina no modificó el perfume a espliego de mis pañuelos, mi incorrecta pronunciación castellana, mi carácter reservado, mi habilidad para los trabajos manuales (el dibujo y la acuarela) y esa facilidad que tengo para ruborizarme, como si me sintiese culpable Dios sabe de qué faltas que no he cometido (esto se debe, más que a timidez, a una transparencia excesiva de la piel, que muchas amigas me han envidiado). Entre las dichas que el cielo me deparó están la salud y el optimismo que brillaron en mis ojos durante largos períodos de la juventud. Soy silenciosa y tal vez por ese motivo no parezco alegre como lo soy en realidad, o más bien lo fui. Para los que me ven de lejos soy hermosa: en el espejo aprecio lo necesaria que es la distancia para embellecer la asimetría de una cara. Frente a un espejo, en la infancia, deploré, llorando, mi fealdad.
No necesito, no puedo relatar todos los pormenores de mi vida. Conozco este país como si fuese mío, porque lo amo y porque leí, para conocerlo mejor, los libros de Hudson. Desde que llegué a la Argentina me sentí atraída por este paisaje, por esta música folklórica, tan española, por esta vida rural y por esta gente lánguida y a la vez bulliciosa. Tuve la suerte de poder viajar por las provincias, antes de verme obligada a trabajar como institutriz. (El Jardín de la República y las cataratas del Iguazú me impresionaron vivamente.)
No sufrí por mi difícil situación pecuniaria, ni por mi trabajo, que al principio me pareció, debo confesarlo, altamente romántico: he amado siempre a los niños, no con un sentimiento maternal, sino más bien con un sentimiento amistoso (como si tuviéramos yo y los niños la misma edad y los mismos gustos).
El primer día que desempeñé mi puesto de institutriz pensé con alegría que la vida me premiaba, obligándome de un modo inesperado a educar a niñas de acuerdo con mis íntimos ideales. No suponía que los niños fueran capaces de infligir desilusiones más amargas que las personas mayores.
No contaré las distintas etapas de mi vida de institutriz. Tal vez demasiado desilusionada y sin embargo con la misma timidez, llegué a esta casa desde cuyas ventanas estrechas y altas diviso la plaza San Martín, con su monumento. Aquí, en esta casa de la calle Esmeralda, escribo estas líneas que tendrán que ser las últimas.

Dos páginas de un diario, Cecilia Sánchez


Dos páginas de un diario

Jueves 26 de Julio de 1974


El día empezó apagado, nostálgico, el cielo plomizo tenía unas ganas locas de llorar, pero como yo, contenía, aguantaba, se ahorraba las gotas vírgenes para el momento oportuno.
Ayer discutí acaloradamente con mi madre, ya sabés, ella no soporta lo que puedan decir los demás. Los demás, ya sabés, son las dos hermanitas ocupadas en husmear vidas ajenas de al lado de casa, las solteronas arrepentidas del barrio. Me vieron acompañada de Carlitos. Carlos, que aún lleva los cortos y las benditas medias color caqui con los mocasines negros, que parece tener de a montones. Quedaron consternadas (más bien saboreando el hecho como sapo que atrapó una mosca particularmente gorda) porque la semana pasada también estaban en la ventana con sus ojos de búho mientras conversaba con ese muchacho (E) de pelo ensortijado y mirada astuta, yo no pude eludir su presencia pero tampoco podía dejar de pestañar y reír por sus ocurrencias a boca de payaso, ya sabés, esa risa por la que me abofetearía si me viera en el espejo. Traté de esperar a que doblara la esquina para pegar un salto de alegría pasando por alto la existencia de la CIA de Echesortu. Parece que como ellas, mi madre, encuentra un partido inigualable en el casi doctorcito de Carlitos Guzmán.
Creo que lo más triste  no fue la discusión sino todo lo que no me animé a rebatirle y que, además,  me siento culpable porque mi corazón anda pensando día y noche en las manos curtidas y varoniles de (E), en sus ideas de libertad, en su voz que trasluce sueños pero que le sale grave por saber leer la realidad, en su caballerosidad y sus halagos sutiles.
Él es mucho para mí, un poco me intimida, pero después de la tarde de hoy donde ese cielo dejó de ser invisible oruga transformándose en mariposa multicolor y mis traiciones parentales en verjas con alambres de humo creo que puedo ganarme su estima y dar rienda suelta a mis fantasías con él.
Le dije que me iba a afiliar al partido y el martes me espera para repartir panfletos de no sé qué cosa, me lo dijo clarito, estuvo hablándome varias horas del tema mientras yo lo miraba y veía un campo de amapolas pero ahora no lo recuerdo bien.
El gran dato es que me besó…. En la mejilla, claro, como hacen los hombres que respetan a una chica como yo.


Martes 31 de Julio, 1974


Sabés que no es mi estilo dejar sentada las vivencias cuando aún están frescas pero un impulso voraz me pide que deje plasmado mis sentimientos para aliviar un poco, sólo un poco, porque sé que es un cometido imposible calmar mi… no quiero decir angustia, tampoco ansiedad, no puedo definir claramente lo que me invade ahora.
Casi termino detenida y (E) se llevó una paliza tremenda por protegerme, creo que se vio obligado a hacerlo cuando mis lágrimas infantiles y mi grito espasmódico irrumpieron en la escena. Traté de esconderlo, de reaccionar fríamente pero, ya sabés, soy muy blandita cuando aparece la violencia. Ni siquiera puedo aguantar mi pesar cuando papá se enoja por el pan de “Las Barillas” si no se puso en la mesa su preferida baguete de “Los nonos.”
(E) pasó a buscarme por la puerta de la facultad y me saludo un poco brusco mirando hacia todas las esquinas, un simple hola, sin besos ni nada, sin darme la barrita de Fel-Fort de cada cita.
Nos congregamos en una casa en la que no parecía vivir nadie, una especie de centro de reuniones con sillas remendadas de diferentes materiales, una mesa atestada de papeles y diarios marcados  con rojo en artículos que en casa siempre se pasan por alto, una garrafa para calentar nuestros cuerpos helados y la pava que alcanzó para un mate cada uno; allí no había cristo multiplicador aunque ni falta hacía, era tal la efervescencia que el aire parecía ligado por un hilo invisible de palabras no dichas y silencios comprendidos.
Complicidad entre ellos, porque cuando quise preguntar de qué hablaban dos de los que daban indicaciones sentí el pie de (E) caer fuertemente sobre el mío. Me dijo que completara una ficha y que lo esperara en el pasillo.  
En la esquina de San Lorenzo y Balcarce repartimos los volantes (no paramos de sonreírnos) hasta que unos hombres vestidos en cuero negro se bajaron de un auto y comenzaron a perseguirnos.
No quiero recordar todo otra vez, tampoco tengo demasiado tiempo. En unas horas él me pasará a buscar. Me pidió que armara un bolso con una muda de ropa, los documentos y lo mínimo indispensable para un fin de semana en Córdoba, ya sabés, coincide con el campamento del equipo de vóley del club al que mi familia cree que iré.
No sé cuáles serán sus planes pero creo entender que ya no puedo ser una chica como yo.

                                                                          Cecilia Sánchez