viernes, 5 de julio de 2013

La sombra del patrón, Marta Enrique

                                La sombra del patrón

El acelerar del tractor y el espeso polvo que levantaba el camino me dieron la certeza  de que dejábamos la banquina sobre la ruta y entrábamos a recorrer el último tramo que nos llevaba hacia un nuevo destino.
El viaje de Correa hasta Funes lo había hecho casi sin mirar, absorta en cuidar mis pertenencias. Además del zumbido de los camiones sobre la ruta parecía zarandear más, el desvencijado acopladito en que viajábamos, produciéndome cierta inseguridad.
Con el cuerpo dolorido a causa de los  cimbrones del trayecto, llegamos a un recodo desde donde se divisaban dos portones blancos con la inscripción “Establecimiento Santa Clotilde”.
Suspiré profundo, mientras que mi mente trataba de predecir nuevas aventuras que me esperaban.
Un gringo llamado Miguel, que oficiaba de peón, nos dio la bienvenida, y fue el mismo que, con el correr de los días, me puso al tanto de los pormenores del establecimiento. Me bastó poco para darme cuenta que el susodicho era bastante afecto a inclinar el codo, como se decía vulgarmente  al gusto por la bebida.
Aunque esto no le quitaba mérito al hecho de ser una buena persona, por lo tanto no me extrañaba que exagerara en los comentarios, ya que es sabido que el vino suele hacer de las suyas, cuando embriaga la mentalidad de hombre.
Así me enteré que, a quien ellos llamaban patrón porque daba las órdenes y traía la paga, era el encargado; el patrón- patrón se había pegado un tiro, allí cerquita de la manga.
Un peón nunca se entera de la vida de los patrones. Pero él era un buen hombre y agregó que desde entonces su sombra deambulaba por el campo. Era alto y lucía de negro con vestimentas paisanas y en noches de mal tiempo, se le oía picar la vigornia como acostumbraba a hacerlo en el galpón, los días de lluvia.
No es para asustarla, dijo,  si lo deja pasar es una sombra buena. Y agregó, no vaya  a hacer lo que hice yo que se me dio por seguirlo una noche y amanecí en el campo, cansado, dando vueltas sin ton ni son, perdido a causa de una luz mala.

Yo puse cara de sorprendida, le contesté: menos mal que andaba acompañado. De ande, si estaba solo, respondió. Pensé que estaba con Don Visanco, le dije en tono burlón, haciendo alusión al vino.
Al gringo se le acentuaron los colores en la cara y se fue refunfuñando: Uno que quiere prevenirla y ella que no cree en nada!
Hice amistad con Juana, vivía en una precaria casita, en el loteo cerca del camino. Tenía dos hijos, Aurelia y Nacho, el muchacho tenía cierto tartamudeo al hablar, pero era bastante listo y pícaro. La chica era más retraída, había abandonado la escuelita de campaña a causa de la diferencia de edad con los demás chicos, andaba solitaria con toda su juventud a cuestas, acompañada en sus largas caminatas diarias por un cusco que olfatea, siguiendo su rostro a prudencial distancia.
Juana era una buena mujer, no obstante, la ignorancia y su poca autoestima, la hacían aparentar más hosca.
Siempre que me era posible iba a verle, ya que me había  propuesto enseñarle algo sobre costura y de paso, alguna lección sobre mi arte culinario, donde recogía sus mejores elogios.
De ella, también tuve la advertencia sobre “la sombra del patrón”, en su estilo de mujer de tierra adentro me dijo: Mirá, che,  a las almas en pena, más que miedo hay que tenerle respeto; no vaya a ser como esta chinita de la Aurelia, que por más que le digo se ha encaprichado en que hay que verle para creerle y más de una vez me ha salido de la casa, en esas oscuridades hasta el portón, para ver si le ve, te juro ché, que no conoce el miedo esta gurisa.

Pasó el tiempo sin mayores novedades, con sus días rutinarios típicos del campo.
Una tarde, después de la horneada, me dispuse a llevarle unos pancitos calientes a  mi amiga y degustar unos buenos mates, en su compañía.
Me sorprendieron las voces acaloradas que provenían desde la casa, ya que todos eran más bien parcos en el hablar.
Vi a Nacho subir a la carrera tras una zampa de cascotazos lanzados por su madre.
Fue a mi encuentro, entre agitado y nervioso, me puso al tanto de los acontecimientos. Este que-se enojó- este que-le dije, que la Aurelia- este que- se está ensanchando de caderas- este que-para mí- este que-metió la pata.
Traté de calmar los ánimos, pero mi curiosidad me llevó a fijarme en el cuerpo de la chica que, efectivamente había producido un cambio, mientras la madre daba rienda suela a su ira ¡fijate vos, che! Si será ladino con su hermana, la pobrecita no puede engordar un poquito que ya sale él con una infundía semejante, y con lo arisca, che, que es la Aurelia, pregúntele con esas migas!
Por mi parte, asentía con la cabeza como probando lo dicho, por otro lado, me acordaba de las veces que la había visto merodeando los lindes del campo, mientras que Segundo, un muchachón que arreglaba los alambrados se entretenía como vicheando por la zona. Aunque mi mente relacionaba estos hechos, me cuidé muy bien de hacer comentarios al respecto.
No se volvió a tocar el tema, con el correr de los meses, no hubo mayores cambios, aunque notaba a la achica un poco demacrada y más callada que nunca.
Vino un invierno llovedor, y una madrugada en que voyereaba bajo una fuerte tormenta de agua y viento, empecé a escuchar como el tañir de una campana que venía del lado de la manga, una a una iba llevando las vacas al galpón para ser ordeñadas; a medida que se despejaba el corral de animales, me di cuenta que un grupo se había embretado contra la manga, buscando protegerse de la tempestad. Mientras que el golpe seco y sonoro parecía acentuarse cada vez más, ya no como una campana, más bien parecía el retumbar de un martillo al caer con fuerza, sobre algo duro, que bien podría ser ¡una vigornia!
Un estremecimiento invadió mi cuerpo, mucho más fuerte que el que me producía el frío de mis ropas empapadas.
A  esas alturas, mi mente no podía dilucidar  los hechos, un sentimiento raro entorpecía mis movimientos, supuse que sería el miedo de enfrentarme con lo desconocido, aunque me costaba aceptar la más mínima idea de que lo que pensaba podía ser realidad. Las palabras de aquel gringo parecían llegar hacia mí, más sentenciosas que nunca.
Pensé pedir ayuda para sacar los animales de allí, pero la relación con mi compañero, estaba en tirantez y me imaginé una contestación grosera y burlona (mi orgullo se interponía al miedo) y desistí. Aspiré profundo como para recomponer mi cuerpo, aunque sólo logré sentir un ardor profundo en mis amígdalas,  a causa del aire frío.
Asesté un golpe al costado de mi bota con una fusta que pendía de mi muñeca, como imponiéndome coraje y me marché para la manga.
La lluvia sobre mi rostro me quitaba visibilidad, aunque confieso que en ese momento, lo que menos deseaba era ver. Empujé el portón con cierta dificultad a  causa de un montículo de estiércol y sentí como mis botas se hundían en un lodazal; alcé mi vista a la luz de un relámpago y allí estaba como siempre la negra luz con las iniciales del patrón, me persigné, tomé impulso y al grito de ¡vaca!¡vaca! azucé a fustazos a las desahuciadas bestias. Cuando me disponía a salir, un nuevo golpe aceleró  mis latidos, giré y vi como una gruesa cadena que pendía de una coyunda  olvidada, golpeaba al compás del viento contra un viejo yunque oxidado.
Una vez terminada la faena, y provista de ropas secas, me dispuse a matear a la espera de mi amigo Miguel. Había ido a entregar la leche hasta la ruta; de lejos se oía el chocar de los tachos entre sí, extrañándome que hiciera trotar los caballos a pesar de los  huellones del camino. Pensaba contarle lo que me había acontecido pero éste, haciendo raya los animales en la proximidad del patio, me pegó el grito.
¡Doña! La manda llamar la Juana, dice que está con la hija enferma y necesita que le dé una mano.
Apenas avisé a los míos que me ausentaba y me encaramé en el carruaje.
A Juana se le notaba en el rostro la mala noche pasada. Dijo que ya no sabía qué hacer. Le había dado tizanas habidas y por haber, por si era un asentamiento y de última, le había hecho un vapor de asiento, por si se trataba de un espasmo. Parecía haberle hacho peor, ya que prendida de los barrotes de la cama, apretaba los labios para no quejarse. Hiendo yo parido cuatro hijas, apenas entré en el cuarto me di cuenta de lo que pasaba.
Convencí a Juana de que calentara un poco de agua y al quedar a solas, aproveché para quitar la faja que apretaba el sufrido vientre. El vapor de agua había hecho su efecto, abriendo los tejidos de la parturienta y el crío ya se venía sin darnos tiempo.
Cuando la mujer se dio cuenta de lo inevitable, entre llorisqueo comenzó a vociferar un montón de sandeces, queriendo obligar a la muchacha a confesar su falta, a lo que esta sólo atinó a decir¡ No sé mamá, sólo vi una sombra!.
Mis ojos buscaron la complicidad de Miguel y él optó por sumergirse lentamente bajo la gorra hasta cubrir los suyos.
Vi a Juana palidecer, persignarse, luego ir en silencio hacia la cocina. Tuve que hacer de coraje y recibir un flacucho varoncito, que a todo pulmón inauguraba la vida.
Hoy es un lindo muchachón y yo todavía me divierto cuando le digo al gringo: ¡allá viene mi ahijado “Segundo Sombra”! y él suelta una risotada, mientras me dice ¡Usted sí que no cree en nada, eh!


                                             Marta Enrique
 

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